TEMA 6: ECONOMÍA Y SOCIEDAD DEL SIGLO XIX.

1.- EL CRECIMIENTO Y LA ESTRUCTURA DEMOGRÁFICA.

Entre 1800 y 1900, la población española pasa de 11'5 a 18'5 millones de habitantes. Sin embargo, esta subida fue escasa comparada con otros países europeos.

España sigue sujeta a una demografía preindustrial o de Antiguo Régimen, con tasas de natalidad elevadas (> 35‰) y tasas de mortalidad también muy elevadas (30–31‰). La esperanza de vida era muy baja: 35 años en 1900, mientras que Gran Bretaña o Francia superaban ya los 45 años. La mortalidad infantil se sitúa en 429‰ (frente a los 240‰ de Francia y Gran Bretaña) debido a la malnutrición, las epidemias y la falta de avances médicos.

La tasa de mortalidad se mantuvo bastante alta durante todo el siglo XIX, como consecuencia de las guerras civiles, del escaso y tardío crecimiento de la industria, de la aparición esporádica de epidemias -fiebre amarilla, paludismo, tuberculosis y cólera- y las crisis agrarias cíclicas, que mantuvieron a la mayoría del país al borde del hambre y permanentemente subalimentado.

En cuanto a movilidad espacial destaca el transvase de la población del centro a la periferia, el éxodo rural y la emigración transoceánica con 3 millones de emigrantes fundamentalmente hacia América Latina y norte de África. La distribución de la población también refleja ya esa dualidad centro-periferia y la lenta urbanización.

La población urbana pasa del 10% (en 1836) al 17% en 1900. A partir de 1859, las ciudades crecen espectacularmente, destacando Madrid y Barcelona (con más de 200.000 habitantes), centros político e industrial del país, respectivamente, seguidas de Sevilla, Valencia y Málaga, que superan los 100.000.

Se mantuvo la tendencia, –iniciada en el siglo XVIII– del aumento demográfico de la periferia en detrimento de la España interior. Las regiones más pobladas a fines del XIX eran Galicia y Cataluña (2 millones cada una) seguidas por Andalucía occidental (1'7), Andalucía oriental y Valencia (1'5 millones). Las mayores densidades de población aparecían en el País Vasco (140 hab./km2), seguidas de Madrid (97), Valencia (74) Cataluña (62) y Murcia (50). El interior se sitúa en torno a 25 hab./km2.

La emigración al extranjero Creció desde los años sesenta (estuvo prohibida hasta 1853). Las corrientes migratorias se dirigían hacia América (Argentina y Brasil, sobre todo y a Cuba) y Argelia. Afectaron a campesinos y artesanos que buscaban en el extranjero un medio de, vida que no tenían en España. Mientras que los emigrantes al Norte de África tendían a volver al cabo del tiempo, la emigración americana solía ser definitiva y producía una pérdida de población neta para España.

La TRANSICIÓN DEMOGRÁFICA o paso de la demografía de Antiguo Régimen a la demografía moderna se inició a fines del XIX, pero sólo se completó tras la I Guerra Mundial, cuando las tasas de natalidad descienden hasta el 30‰ y las de mortalidad se sitúan por debajo del 15‰ gracias al descenso de la mortalidad infantil. A partir de entonces el crecimiento vegetativo español supera al europeo.

2.- LAS TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS

Paralelamente al triunfo del liberalismo político, en España se impondrá el liberalismo económico: se acaba el intervencionismo estatal, desaparecen los restos de la propiedad feudal, el mercado será regulado por la ley de la oferta y la demanda…

La economía española se puede definir como dual tanto sectorialmente (una industria en pleno proceso de crecimiento frente a la hegemonía de la producción agraria), como geográficamente (el interior se encuentra estancado, frente a la pujanza de la periferia) y estructuralmente (conviven formas productivas del pasado con las nuevas propias del capitalismo y del liberalismo). A esto hay que sumarle una  insuficiente red de transportes y comunicaciones.

2.1.- LA AGRICULTURA

Es el sector productivo que ocupa a un mayor porcentaje de la población en España. Aún en 1900 ocupaba a dos tercios de la población activa, proporcionaba más de la mitad de la renta nacional y tenía un peso decisivo en las exportaciones.

Dentro de este sector, anclado en el Antiguo Régimen, se van a producir importantes cambios:

A.- Transformaciones en la Propiedad Agraria: las desamortizaciones

La práctica monopolización de la propiedad en manos de grandes instituciones y nobleza, impedía el cambio económico y social. Por ello se trató de crear una “capa de medianos propietarios” que incentivara la producción y la innovación agrícola.

El impulso arrancó desde las Cortes de Cádiz, iniciándose la labor de desvincular los bienes de la nobleza con la abolición de los señoríos que liberaba a los señores y campesinos de una serie de obligaciones mutuas, y la supresión de los mayorazgos (en las grandes casas nobiliarias heredaba sólo el mayor de los hijos, y el patrimonio no se podía vender libremente, sólo se podía incrementar). La nobleza no sale perjudicada, el titular sigue siendo el mismo pero ahora ya puede disponer de su tierra para hacer lo que quiera con ella. En otras palabras, se pasa de la propiedad feudal de la tierra a la propiedad capitalista. También se eliminarán los privilegios de la mesta.

Otra medida fue desamortizar los bienes eclesiásticos y municipales para sacarlos al mercado libre, al tiempo que se intentó crear esa “clase media” rural cercana a los intereses liberales.

La desamortización supone la expropiación por el Estado de bienes raíces de propiedad colectiva (eclesiástica o municipal), por lo que dejaban de ser de "manos muertas", que, tras su nacionalización y posterior venta en subasta, se convierten en propiedad privada y libre. El producto de lo obtenido lo aplicaría el Estado a sus necesidades, siempre acuciado por la falta de liquidez.

Este dilatado proceso de ventas no fue continuo, sino resultado de varias desamortizaciones: la de Godoy, ministro de Carlos IV (1798); la de las Cortes de Cádiz (1811-1813); la del trienio liberal (1820-1823); la de Mendizábal (1836-1851), y la de Pascual Madoz (1855-1924). En todo este proceso se expropió el 39 por ciento de la superficie del Estado.

Destacables dentro del siglo XIX fueron las de Mendizábal (1836) y Madoz (1855).

El decreto de Mendizábal publicado en 1836, en medio de la guerra civil con los carlistas, puso en venta todos los bienes del clero regular (frailes y monjas), se confiscaba los diezmos eclesiásticos, y en 1837 se amplió la acción al sacar a la venta los bienes del clero secular (los de las catedrales e iglesias en general). De esta forma quedaron en manos del Estado, y no sólo se subastaron tierras sino casas, monasterios y conventos con todos sus enseres, incluidas obras de arte y libros.

Con la desamortización de Mendizábal se pretendían lograr varios objetivos a la vez: ganar la guerra carlista; eliminar la deuda pública; atraerse a las filas liberales a los principales beneficiarios de la desamortización, que componían la incipiente burguesía con dinero; poder solicitar nuevos préstamos, al gozar ahora Hacienda de credibilidad, y cambiar la estructura de la propiedad eclesiástica, que de ser amortizada y colectiva pasaría a ser libre e individual, permitiendo el acceso a la propiedad de sectores burgueses que mejorarían la producción. Pero había más: la Iglesia sería reformada y transformada en una institución del Nuevo Régimen, comprometiéndose el Estado a mantener a los clérigos y a subvencionar el correspondiente culto.

Los inversores burgueses y los antiguos terratenientes acapararon las compras, puesto que eran los únicos que tenían liquidez y podían controlar fácilmente las subastas, con lo que se perdió la ocasión para una reforma agraria que posibilitase el acceso del campesinado a la propiedad de la tierra, acentuándose el latifundismo en Andalucía, Extremadura y La Mancha y el minifundismo en el Norte. Además, al sacar todas las propiedades al mercado, su precio descendió y el Estado recaudó mucho menos de los esperado.

La segunda gran desamortización fue la iniciada por Pascual Madoz con de 1855 su Ley de Desamortización General. Se vieron afectados las propiedades pertenecientes al Estado, a la Iglesia y a los municipios, así como los bienes de propios y bienes comunales de los Concejos y Ayuntamientos. El objetivo era similar al de Mendizábal, aunque aquí el dinero obtenido fue destinado a la industrialización del país y a la expansión del ferrocarril. En este proceso la burguesía con dinero fue la gran beneficiada, pero nuevamente los objetivos no se volvieron a cumplir; al tiempo que provocaron el hundimiento económico de muchos ayuntamientos y la ruina de pequeños campesinos, que se vieron forzados a emigrar a la ciudad o a convertirse en jornaleros y la fusión de la antigua aristocracia señorial con la burguesía urbana para crear la nueva burguesía terrateniente.

El proceso de desamortizaciones no sirvió para que las tierras se repartieran entre los menos favorecidos, porque no se intentó hacer ninguna reforma agraria, sino conseguir dinero para los planes del Estado. La extensión de lo vendido se estima en el 50 por 100 de la tierra cultivable. La desamortización trajo consigo una expansión de la superficie cultivada y una agricultura algo más productiva. Pero los compradores fueron sobre todo aristócratas terratenientes que aún engrosaron más su patrimonio rústico, o comerciantes e industriales, que veían en la tierra un signo de prestigio y de estabilidad económica.

Otras consecuencias de trascendencia histórica fueron: en lo social, la aparición de un proletariado agrícola, formado por más de dos millones de campesinos sin tierra, jornaleros sometidos a duras condiciones de vida y trabajo solamente estacional, ya que perdieron los derechos de uso de los bienes comunales; y la conformación de una burguesía terrateniente que con la adquisición ventajosa de tierras y propiedades pretendía imitar a la vieja aristocracia. En cuanto a la estructura de la propiedad, apenas varió la situación desequilibrada de predominio del latifundismo en el centro y el sur de la Península y el minifundio en extensas áreas del norte y noroeste. Además, el impacto de la desamortización en la pérdida y el expolio de una gran parte del patrimonio artístico y cultural español fue, asimismo, importante.

B.- Evolución de la agricultura en el siglo XIX.

La agricultura española del XIX se caracteriza por el atraso, y, además, la situación se continuará en el siglo XX. La eliminación de los señoríos y las desamortizaciones no conllevó innovaciones tecnológicas, los nuevos propietarios mantuvieron los sistemas tradicionales de explotación, el capital disponible no se reinvirtió en el campo. Si aumentó la producción agraria fue por el aumento de la superficie cultivada.

Las únicas innovaciones las encontramos en la costa mediterránea, donde se fue imponiendo una agricultura orientada a la comercialización, tanto en el mercado interior como para la exportación, con cultivos hortícolas y frutícolas especializados (por ejemplo las naranjas). También es reseñable la especialización de las islas Canarias en el cultivo de plátanos, tomate y tabaco.

El producto principal sigue siendo el trigo, y gracias a la política proteccionista de los gobiernos moderados, el área cultivada se incrementó y permitió que entre 1830-70, España fuera autosuficiente. Gran parte de su producción se exportaba. Pero, tras el final de los conflictos europeos en la segunda mitad del XIX, el precio del grano español no pudo competir en los mercados internacionales.

Los propietarios, con un mercado nacional asegurado, acumularon grandes ganancias pero no las invirtieron en mejorar la producción. A pesar de esta situación, las crisis de subsistencia seguían estando presentes por la especulación de los precios del grano.          

El otro gran cultivo es la vid, se triplica el área de cultivo y se duplican los rendimientos. En la segunda mitad del siglo el vino español se convierte en artículo básico de nuestras exportaciones, debido a la ruina de la vid francesa a causa de la filoxera, hasta que la enfermedad llega a España mientras que se hunden los precios en el mercado francés a fines del siglo. El olivo es el cultivo al que se dedican amplias superficies en la mitad sur. En el norte, son el maíz y la patata los cultivos que aseguran la alimentación de la población.

La escasez de transformaciones en el campo y la limitada productividad agrícola dificultaron el trasvase de población activa del sector primario a la industria o los servicios y el crecimiento de la demanda de productos manufacturados, lo que lastró el desarrollo de los demás sectores productivos.

Respecto a la ganadería, continúa dominando el sector lanar, aunque va decayendo debido a las desamortizaciones que favorecieron la extensión de los cultivos a expensas de los pastos, y la abolición definitiva de los privilegios de la Mesta (1834). El continuo incremento en la demanda de carne por los núcleos urbanos hizo que progresara el sector porcino, y también se desarrolló el equino utilizado para el laboreo del campo.

2.2.- LA INDUSTRIA.

La industria española en el XIX se caracteriza por el estancamiento y por un desfase importante en relación con el crecimiento que experimentan otros países europeos.

Siempre se ha hablado del fracaso de la Revolución industrial en España, al compararla con el modelo británico. Sin embargo, hoy se habla de la industrialización española no tanto como la historia de un fracaso sino como la de una evolución lenta, de crecimiento débil y condicionada por:

  • Geografía montañosa, donde las comunicaciones son difíciles
  • Escasez de fuentes de energía y materias primas y su dispersión geográfica.
  • El fuerte peso del sector agrario y la gran cantidad de inversiones que fueron hacia el mismo gracias a las desamortizaciones.
  • Falta de capitales, los pocos que hay en el país se van a comprar deuda pública del Estado, a comprar tierras desamortizadas y a especular en la bolsa. Sólo en Cataluña y en el Norte la burguesía invertía en la industria. En el resto del país la industria dependerá de los capitales extranjeros que, lógicamente, se llevarán también los beneficios.
  • La política proteccionista de los gobiernos moderados favorecía el inmovilismo al tener garantizados los mercados nacionales frente a la competencia exterior.
  • El bajo nivel de vida de la población española era un obstáculo para la formación de un mercado lo suficientemente potente como para estimular la producción de artículos de consumo. Los salarios eran muy bajos porque sobraba mano de obra en el campo, una excedente de población que no emigraba a las ciudades ante la falta de empleo industrial. El escaso desarrollo de la industria de bienes de consumo significaba una baja demanda de maquinaria industrial, lo que a su vez impedía el crecimiento de la siderurgia.
  • Inexistencia de un mercado interior por la ausencia de una buena red de carreteras y ferrocarriles, hasta el punto de que era más barato importar productos extranjeros que comprar los nacionales. A ello hay que añadir la escasez de las inversiones, salvo en algunas regiones de la periferia.
  • La pérdida de las colonias priva al país de mercados y de materias primas.

A.- El inicio de la industrialización en España

En la primera mitad del siglo la industrialización fue muy débil. A mediados del XIX, la industrialización se inicia con la entrada de capitales, técnicas y proyectos empresariales procedentes del extranjero (Francia e Inglaterra) y se produjo la inversión de la nueva burguesía capitalista española.

       Las fases o etapas de esta evolución son:

De 1808 a 1830:

  • Estancamiento industrial como consecuencia del pobre mercado interior.
  • Los acontecimientos políticos dificultan la industrialización (guerra de Independencia, guerras carlistas, emancipación americana).
  • Escasez de Recursos.
  • Ausencia de nuevas técnicas de la revolución industrial

De 1830 a 1860:

  • Arranque de la industrialización en los sectores textiles y del hierro.
  • Modernización en determinadas regiones dónde existen importantes fuentes de materias primas y los primeros núcleos industriales.

De 1860 a 1913:

  • Período de crisis con etapas de fuerte crecimiento y desarrollo.

Por sectores industriales podemos destacar:

a.- Industria textil

Hacia 1830 sólo un sector, el textil, y una ciudad, Barcelona, habían iniciado su industrialización. Cataluña había aprovechado su experiencia anterior y posterior a la Guerra de la Independencia, y la pérdida del mercado americano, para modernizarse: los hermanos Bonaplata instalaron las primeras máquinas de vapor y lo mismo hizo J. Vilaregut con los telares mecánicos. En los años treinta había optado por sustituir la industria de la lana por la del algodón; y al introducir la máquina de vapor (mule jenny, 1803) se aumentó la producción y se mejoró la calidad abaratándose los precios, unido al abaratamiento de los costos de mano de obra, compuesta principalmente por mujeres y niños.

La política proteccionista prohibió la importación de tejidos de algodón, lo que permitió a los productos catalanes competir con ventaja en el mercado interior. Esta política permitió mantener la expansión de la producción, pero ralentizó las inversiones y la modernización. La penetración de productos textiles del extranjero a partir de 1880 perjudicó a la industria catalana.

b.- Industrial siderúrgica

La industria siderúrgica se caracteriza por una extrema debilidad debido al poco grado de industrialización (falta de demanda de maquinaria hecha en hierro). Además, el carbón, producto básico para alimentar los hornos de fundición, era costoso y de baja calidad. El hierro resultante era caro en relación con el de otros países. Vizcaya poseía importantes minas de hierro y se convirtió en exportador de mineral, fundamentalmente a Inglaterra. Pero la escasez de minas de carbón, las más importantes de las cuales se hallan en Asturias, y el bajo poder calorífico del carbón autóctono limitaron el desarrollo de la siderurgia española y fueron la causa principal del fracaso de las primeras instalaciones.

El fuerte incremento de la demanda procede fundamentalmente de los avances de los sectores primario, textil y de transportes de la segunda mitad del siglo XIX, siendo el principal demandante el ferrocarril.

Los primeros intentos de crear una siderurgia moderna se desarrollaron en Marbella, pero esta tentativa fracasó por la dificultad de adquirir carbón de coque y la utilización de carbón vegetal, lo que comportó unos elevados costes de producción.  La existencia de yacimientos de hulla en Asturias (Mieres y La Felguera), la convertiría en el centro siderúrgico de España entre 1864 y 1879. Pero, a partir de 1876, la llegada de coque galés más barato a Bilbao, como contrapartida de la exportación de hierro, unido a la introducción de los primeros convertidores Bessemer y los hornos Siemens-Martin para la producción de acero, condujo a la consolidación de la siderurgia en Vizcaya, en perjuicio de la asturiana. Tal fue el crecimiento que sólo la asociación de empresas garantizaba el continuo crecimiento, siendo un magnífico ejemplo la Empresa de los Altos Hornos de Vizcaya, que es la unión de los Altos Hornos de Bilbao, La Vizcaya y la Iberia.

Durante el período de la Restauración la industria siderúrgica estuvo estrechamente ligada a la construcción naval y a la industria metalúrgica de construcción de material ferroviario.

c.- Minería

       A mediados de siglo las minas, que eran propiedad de la Corona y estaban mal explotadas, se convirtieron en propiedad del Estado. Los dispersos yacimientos mineros fueron explotados por compañías extranjeras a partir de 1868, obteniendo largas concesiones que les permitieron modernizar los procedimientos y agotar los recursos.

       Las numerosas explotaciones mineras fueron un factor decisivo para equilibrar la balanza de pagos española, y aunque también hubo inversiones hispanas, nunca sus explotaciones fueron capaces de sobrepasar en dinamismo y potencial tanto humano como técnico a las financiadas por extranjeros, que buscaban los minerales para exportarlos para sus industrias nacionales.

Los principales metales extraídos fueron el plomo, el cobre y el mercurio (además del hierro vasco). En el último tercio de siglo la producción de plomo obtenida en España fue la más importante del mundo, y sólo sería superada en las décadas finales del siglo por la de Estados Unidos.

Algo parecido sucedió con la producción de cobre obtenido en el norte de Huelva. La explotación de las compañías británicas y francesas en las cabeceras de los ríos Tinto y Odiel llegaron a suponer las dos terceras partes del cobre mundial hasta los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. La demanda de este metal había aumentado enormemente con el desarrollo de la energía eléctrica, ya que el cobre era el conductor de corriente más barato.

Finalmente, la explotación del mercurio de Almadén cayó en manos de la familia Rothschild a cambio de la concesión de un préstamo al gobierno revolucionario de 1868. Esta casa, que ya había participado en la construcción de diversos tramos del ferrocarril, explotó los yacimientos en exclusiva durante casi noventa años.

d.- Transportes y Comunicaciones

       La accidentada configuración de la geografía española dificultó que existiera una red de comunicación interna estructurada. A partir de 1840 se inició un programa de construcción de carreteras, y de mejora del trazado a partir del proyecto radial que se inició en tiempos de Carlos III. En 1865 había una red de 16.000 kilómetros, que, al acabar el siglo, llegaron a 40.000 Km.

       Respecto del transporte marítimo, hasta 1860, el volumen de transporte en barcos de vela fue más importante que el del ferrocarril. Desde 1875 se produce la progresiva sustitución de los barcos de vela por los de vapor, proceso que fue paralelo a la emergencia de la industria naviera vasca. Por otra parte, se fundaron nuevas compañías navieras, como la Compañía Transatlántica que monopolizaba las líneas regulares a las Antillas y a Filipinas. Los puertos también se modernizaron, siendo los más importantes los de Barcelona y Bilbao

       Es importante incluir dentro del avance de las comunicaciones que durante la segunda mitad del siglo XIX esta situación mejoró bastante. En 1850 se estableció el servicio de correos y, en 1852, se inauguró el servicio de telégrafos, que fue extendiéndose por las principales ciudades. Ello permitió un desarrollo importante de las comunicaciones y una gran expansión de la prensa diaria, ya que podían ofrecerse noticias con rapidez desde cualquier punto de España.

       EL FERROCARRIL

La construcción de una red de comunicaciones y de transportes interiores era fundamental para abaratar el coste del transporte de mercancías y para poner las bases de un mercado integrado.

El medio que revolucionó el transporte interior fue el ferrocarril. En 1844 se inició una legislación ferroviaria que, entre otras cosas, establecía un ancho de vía superior al europeo (debido a la creencia de que la difícil orografía requería locomotoras más potentes, más grandes y que necesitaban más base de sustentación, y por un motivo estratégico: evitar posibles invasiones a través de ese medio de transporte), lo que aisló a España de la red ferroviaria europea.

El primer ferrocarril se construyó en la provincia española de Cuba (1837), enlazando La Habana con las tierras del interior.

La legislación, que estimuló la inversión de algunos capitales autóctonos, no tuvo el éxito esperado, de forma que en 1855 sólo se habían construido unos pocos kilómetros distribuidos en diversos tramos cortos, los más importantes de los cuales eran el de Barcelona-Mataró (la primera línea férrea de la España peninsular, inaugurada en 1848), el de Madrid-Aranjuez y el de Langreo-Gijón. Este retraso se debía a la falta de iniciativa (tanto estatal como privada) y de capitales, así como al atraso económico y técnico del país. El tramo más largo se estableció entre Madrid y Albacete.

La construcción se aceleró con la Ley General de Ferrocarriles de 1855. El partido progresista concibió al ferrocarril como un elemento básico para la modernización. Se utilizaron todos los recursos posibles para la construcción de una red ferroviaria: creación de sociedades anónimas, subvenciones, realización de obras de infraestructura a cuenta del Estado, garantías de una rentabilidad mínima para el capital privado invertido, bancos, etc...; pero la ley de 1855 presenta otro aspecto no tan positivo, por cuanto fue una cesión a la presiones de los capitalistas extranjeros, fundamentalmente franceses (aunque también ingleses, alemanes o belgas), permitiendo las importaciones, exentas de impuestos, de locomotoras, raíles y maquinaria. Y estos capitalistas, obviamente, estaban bastante más preocupados por la rentabilidad inmediata de las sociedades de inversión en la red viaria de nuestro país, que por el proceso de industrialización española.

El Gobierno pretendía enlazar las regiones del centro con la costa y las fronteras. Por su parte, los grupos particulares beneficiarios de las concesiones estaban interesados en conectar las zonas productoras de materias primas con los puertos. El resultado fue una red radial ferroviaria. Algunas regiones extremas, como Galicia y Almería, permanecían aisladas. Los brazos convergían hacia Madrid, situación que favorecía también el control del territorio, porque el ferrocarril permitía movilizar las tropas rápidamente.

Entre 1848 y 1868 se tendieron más de 5.000 kms de vía y se trazaron tres líneas fundamentales: Madrid-Alicante (1858),  Barcelona-Zaragoza (1862) y Madrid-Irún (1864). También se constituyeron compañías gestoras del servicio ferroviario como la MZA (Madrid-Zaragoza-Alicante). Pero con la situación política entre 1865 y 1868, la expansión se detuvo quebrando muchas compañías (salvo dos, la MZA y la del Norte, gracias la inyección de dinero desde el gobierno y a un acuerdo interno entre ellas para evitar la competencia) y no se recuperará hasta la época de la Restauración.

La red ferroviaria española fue tardía y se cometieron numerosos errores en la financiación, estructura de la red (radial), anchura (diferente a la europea), etc... En cualquier caso ha sido considerado como uno de los principales motores de la industrialización.

B.- EL COMERCIO

A principios del siglo, el comercio interior en España se reducía a mercados comarcales, apenas comunicados entre sí y aislados del exterior. Los obstáculos legales y la falta de una red viaria adecuada contribuían a esta fragmentación. Las reformas liberales (libertad de comercio, abolición de los gremios, desaparición de las aduanas interiores) contribuyeron a articular un mercado interior, pero esto no hubiera sido posible sin el impulso a la red de comunicaciones, para lo que resultó decisiva la construcción de la red ferroviaria.

El escaso desarrollo del comercio exterior antes de 1856 tiene sus causas en la política proteccionista y en el caos monetario y la revalorización de la moneda, lo que dificultaba su uso en las transacciones exteriores. A partir de 1856, la nueva legislación y la reducción de aranceles facilitaron la entrada de capitales extranjeros y el aumento del tráfico comercial internacional. Las principales mercancías del comercio exterior a comienzos del siglo XIX eran el aceite y el vino en las exportaciones y los tejidos de algodón y lino en las importaciones. A finales de la centuria, el algodón y el carbón habían pasado a ser las dos principales importaciones, mientras en las exportaciones se habían sumado los minerales a los productos agrarios. Las principales relaciones comerciales se establecieron con Francia y Gran Bretaña. Tónica general del siglo es el déficit crónico.

La política comercial centró el gran debate económico del siglo, entre proteccionistas y librecambistas.

C.-DINERO Y BANCA

El desarrollo industrial necesitaba un sistema financiero estable que pudiera subvencionar las empresas canalizando los recursos disponibles. Sin embargo, la mayor preocupación del Estado fue obtener ingresos para las arcas públicas; por ello ejerció un fuerte dirigismo estatal sobre el sector bancario. Los esfuerzos por crear una banca privada en España estuvieron ligados al boom de la construcción ferroviaria.

La promulgación de la Ley de Bancos de Emisión y Sociedades de Crédito de 1856 puede ser considerarse el punto de arranque de la modernización del sistema bancario español. Antes de esta fecha coexistían instituciones propias del Antiguo Régimen, como las casas de banca o los comerciantes-banqueros; pero con las reglas del capitalismo y del Estado Liberal. Esos cambios se fueron produciendo de forma progresiva, pudiéndose establecer etapas:

  • 1829-1848: Se mantienen entidades del Antiguo Régimen, como el Banco Español de San Fernando (antes de San Carlos), con capacidad de emitir moneda; y el Banco de Isabel II fundado en 1844, que teniendo las mismas capacidades que el San Fernando, además sería la primera entidad de crédito. Ambas entidades consiguieron salvar una fuerte depresión bancaria, tras la cual decidieron unirse en 1856 en lo que se conocerá como Banco de España. En Barcelona se fundó el Banco de Barcelona pero con un carácter comercial y privado con la capacidad de emitir moneda (1844).
  • 1850-1874: Se observó una fuerte expansión que permitió la apertura de pequeñas sociedades de banca en muchos lugares de España, pero la crisis del capitalismo de 1870-1873, terminó con muchas de esta instituciones y permitió que el Banco de España obtuviera el monopolio de la acuñación y emisión de moneda.
  • 1874-1900: Tras la crisis de la banca privada de 1870-1873, ésta comenzó a reconstruirse como competidora abierta del Banco de España.

En suma, quedó asentada definitivamente la organización y el establecimiento del sistema capitalista con el que España afrontaría el siglo XX, el cual permitiría la movilidad de capitales nacionales y extranjeros mediante los siguientes instrumentos: empresas, sociedades mercantiles, bancos y Bolsa.

D.- SISTEMA MONETARIO Y FISCAL.

Durante la primera mitad del siglo XIX en España existía un auténtico caos monetario: convivían diferentes monedas y sistemas de cuenta, junto con una alta circulación de moneda extranjera y de las antiguas colonias. Para llevar un sistema contable y homogeneizar el precio de los productos, era necesario modernizar el sistema y crear una moneda única que tuviera un equivalente en oro.

En la reforma destacan tres hitos. En 1848 se estableció la creación de un sistema decimal unificado, con el doblón como unidad básica: un doblón sería igual a cien reales. En 1864 un decreto extinguió la unidad de cuenta tradicional: el maravedí, y se estableció como unidad efectiva el real, dividido en 100 partes o céntimos. Por fin, en 1868 se creó un sistema totalmente unificado; Laureano Figuerola, ministro de Hacienda, instauró una moneda única con una equivalencia con el valor del oro y de la plata: la peseta, que se dividía en cuatro reales (25 céntimos) y en cien céntimos, y el Estado asumió, de forma efectiva, el monopolio de creación de moneda. El nuevo sistema se implantó de forma paulatina.

En 1874, otro ministro de Hacienda, José dé Echegaray, estableció la emisión en exclusiva por el Banco de España de billetes de papel moneda con la nueva unidad de cuenta, la peseta. Los billetes, que ya existían desde principios de siglo y que solían emitir los bancos u otras instituciones, se fueron generalizando y, junto con los cheques bancarios, tuvieron un papel destacado en el nuevo mercado español.

El sistema impositivo existente en España estaba atrasado y fuera del control del Estado. Había zonas, como Castilla, que tenían más de cien tipos de impuestos. Cada zona tenía impuestos diferentes y se pagaban a instituciones diferentes. La mayoría de los ingresos del Estado provenían de los estancos y de los monopolios, sobre todo del tabaco, del papel timbrado y de las aduanas interiores y exteriores.

Desde el año 1845, con la reforma del entonces ministro de Hacienda, Alejandro Mon, se empezó a crear un nuevo tipo de sistema fiscal, más racional.

La ley fiscal no permitía que el Estado ingresase recursos suficientes y, durante todo el siglo XIX, el déficit de la Hacienda fue un serio problema para el Estado, que se veía obligado a emitir continuamente deuda pública y a emplear un 25% de sus ingresos en pagar intereses. Además, solo una cuarta parte de los impuestos eran directos; la carga impositiva recaía sobre la mayoría de la población a través de los odiados "consumos", contribución indirecta que gravaba el consumo.

3.- LA SOCIEDAD EN EL SIGLO XIX: DE LA SOCIEDAD ESTAMENTAL A LA SOCIEDAD DE CLASES.

La revolución liberal-burguesa transformó las relaciones sociales al igualar a todos los ciudadanos ante la ley. La consecuencia fue el fin de la sociedad estamental, basada en la desigualdad jurídica entre unos estamentos privilegiados (nobleza y clero) y el resto de grupos sociales que integraban el Tercer Estado, y el paso a una sociedad de clases, en la que las diferencias entre los grupos sociales se establecen en función de la riqueza y la propiedad. Es la sociedad capitalista, basada en el predominio social de los propietarios.

Ya entre 1833 y 1843 en medio de una permanente agitación política se instauraron los principios de una sociedad burguesa y capitalista. Una sociedad de ricos y pobres, de clases sociales y no de estamentos, ordenada por la posesión o la carencia de riqueza. La riqueza, nueva definidora de la posición social, es otorgada por la propiedad: sólo los propietarios pertenecen a las clases dirigentes, los no propietarios son los trabajadores y jornaleros, que carecen de derechos políticos, y sólo cobran los días que trabajan. La propiedad sería el requisito para tener derechos políticos, y la participación política de los ciudadanos quedaría regulada por el procedimiento del sufragio censitario. Poder votar o no poder votar era, por tanto el auténtico baremo para establecer una primera distinción dentro de esta nueva sociedad; porque si bien en el esquema liberal todos eran ciudadanos, sin embargo, en la práctica, unos tenían más derechos que otros.

Lo cierto es que la sociedad española conserva muchos elementos provenientes del Antiguo Régimen, y nos dibujan una sociedad anacrónica.

  • Aproximadamente el 86 % de los españoles de finales del siglo XVIII vivía en poblaciones de menos de 10.000 habitantes, y tal tanto por ciento se mantuvo hacia 1860 (85,5 %). La población española que vivía en campo sólo descendió en el siglo XIX un 8 % (del 70 al 62 %).
  • Predomina el analfabetismo que afecta a ¾ de la población en 1877, siendo mayor el porcentaje en las mujeres que rondan el 85-90 %.
  • A lo largo del siglo XIX hay una preponderancia de las clases bajas (65 %) que tiende a disminuir considerablemente, sobre todo en núcleos de población grandes de más de 10.000 habitantes.
  • Hay una perceptiva debilidad de las clases medias, que se nutren con dificultad de las capas más altas de las clases populares, puesto que existe una diferencia de riqueza importante entre estas clases sociales. Una de las vías más habituales para llegar a este grupo fue convertirse en funcionario, ser un elemento importante dentro de Universidad o tener una profesión liberal.
  • La burguesía de los negocios fue muy reducida y con una mentalidad poco competitiva puesto que su referente social seguía siendo, aunque en menor medida, la nobleza.
  • Los eclesiásticos y sus auxiliares descienden de manera brutal durante el siglo XIX, en gran medida a las medidas desamortizadoras, y sólo en números absolutos, sino también en números relativos. Por ejemplo a finales del siglo XVIII había un sacerdote por cada 160 almas, y en 1870 se contabiliza un 1 cura por 400 individuos.
  • Se modificó de forma notable la clase aristocrática, reduciéndose al dejar de formar parte de ella el grupo de los “hidalgos”, que pierden sus privilegios, dejando sólo en esta clase estamental, a toda aquella nobleza titulada, que aunque pierden de manera evidente preponderancia política, todavía mantienen una gran influencia social y económica.
  • La sociedad española se caracteriza por el número elevado de militares existentes en esta etapa, que también gozaban dentro de sus grupos sociales de una preponderancia relativa, mayor en tanto más alto era el grupo social de origen del militar. El mantenimiento de ciertos valores conservadores y elitistas dentro del Ejército heredados del Antiguo Régimen, llevaron a que jugara un papel fundamental dentro de la política española del siglo XIX y XX, partiendo del descrédito que les sugería la actividad política.
  • La pervivencia de una redes clientelares asentadas desde inicios del siglo XIX, que se ajusta a los nuevos parámetros que la sociedad impone y reclama

       Por clases podemos distinguir estos grupos dentro de la sociedad española:

a.- La Nobleza

En comparación con el Antiguo Régimen, la alta aristocracia perdió su papel dominante, si bien siguió teniendo un enorme peso e influencia. Numéricamente también disminuyó, al tiempo que también hubo dentro de ella una reorganización, puesto que el “hidalgo” perdió sus privilegios como noble, dejando la aristocracia como un conjunto de nobles titulados.

La pequeña nobleza sufrió un proceso de deterioro económico y social como consecuencia de la pérdida del derecho a la exacción de impuestos y de las escasas rentas que les proporcionaban sus tierras, pasando a ejercer las actividades más diversas y diluyéndose entre el grupo de la clase media de propietarios agrarios. En cambio, la gran nobleza no sólo no vio reducido su poder económico sino que lo incrementó. Pese a la pérdida de los ingresos derivados de los derechos jurisdiccionales, continuó conservando la mayoría de sus tierras, reconvertidas en propiedad privada, e incluso se hizo con nuevas propiedades gracias a la desamortización.

El poder y la influencia de la nobleza no provenían sólo de su riqueza. Los nobles constituían el grupo de influencia en la Corte y formaban parte de la alta oficialidad del ejército y la mayoría de los miembros del Senado ostentaban títulos nobiliarios. Debemos tener en cuenta que apareció una nueva nobleza titulada (nueva elite cortesana de Isabel II) estrechamente vinculada a la burguesía de los negocios y el “profesionalismo” de la política liberal, donde algunos de sus miembros veían su lealtad a la Corona recompensada con la concesión de títulos nobiliarios.

b.- La burguesía.

El proceso de revolución liberal fue conformando una burguesía vinculada a los negocios que resultó ser la otra gran beneficiaria de las transformaciones sociales, económicas y políticas del período. El grupo más dinámico estuvo constituido por un restringido núcleo ligado a los nuevos centros de poder, a las profesiones liberales, al capital extranjero y a la banca (burguesía financiera).

Gran parte de esta incipiente burguesía se sintió más atraída por la inversión en tierras que por la aventura industrial. Así, consiguieron propiedades a costa de los bienes de la Iglesia y de los municipios y pasaron a engrosar las filas de los propietarios agrícolas, convirtiéndose en rentistas (burguesía agraria o terrateniente).

El proceso industrializador quedó limitado a unas determinadas zonas del país, y la burguesía industrial, básicamente catalana o vasca, ocupó un lugar secundario en la organización del aparato estatal. Esta burguesía se preocupó esencialmente por conseguir del Estado una política proteccionista para su industria.

De forma sintética podemos hablar de:

  • Burguesía dedicada al comercio. Comercio de vinos, cereales, etc..
  • Burguesía agraria y latifundista (terratenientes): nutrían el grupo de los caciques, sin mentalidad capitalista. Mayoritaria.
  • Burguesía industrial, catalana fundamentalmente, liberalismo conservador y defensa del proteccionismo. Derivan posteriormente hacia el nacionalismo.
  • Burguesía financiera: especulación ferroviaria, bolsa y banca.

c.- Las clases medias.

Constituían un grupo intermedio entre los poderosos y las clases populares y era numéricamente poco importante (5 % de la población), lo que evidencia la polarización de la sociedad española y explica en parte la violencia que adquirirá la lucha social. Su escasa importancia es reflejo del todavía débil proceso de industrialización y urbanización del país.

Este grupo integraba a medianos propietarios de tierras, comerciantes, pequeños fabricantes, profesionales liberales o empleados públicos. Eran propietarios, poseían rentas o empleos, pero su riqueza era mucho menor que la de las clases dirigentes (nobleza y gran burguesía). Su expansión estuvo ligada al desarrollo urbano y al crecimiento de la Administración y de los servicios. Constituían un grupo influyente y de gran compromiso político vinculado al progresismo. Controlan la administración, el ejército, la cultura, la enseñanza, la información (la prensa).

d.- Las clases bajas o populares.

Las clases populares españolas se pueden dividir en dos: rural (campesinos pobres y jornaleros sin tierras, mayoritaria durante el siglo XIX) y urbana (antiguos artesanos y el nuevo proletariado surgido con la industrialización, en constante crecimiento a lo largo del siglo). La primera mantenía fuertes pervivencias del modelo social rural del Antiguo Régimen, con un trabajo cíclico que marcaba toda su forma de vida, sin apenas cambios e innovaciones, lo que influía en una forma de ser conservadora (la influencia de la Iglesia era perceptible), poca amiga de los cambios; sobre todo de aquellos que afectaban a su mundo y su manera de vivir.

El desfase entre la sociedad urbana y la rural era total. Por otra parte, ambas sociedades no podían ser equiparadas numéricamente: en 1860, por ejemplo, la población activa era abrumadoramente agrícola y los obreros estrictamente industriales venían a representar tan solo alrededor de un 4 por 100, siendo especialmente significativa en Barcelona, Madrid y en los núcleos siderúrgicos vasco y malagueño.

La llegada del Estado Liberal fue acogida con recelo y rechazo por parte de la población rural, que se veía amenazada por los cambios y se acogió a cualquier opción que defendiera sus derechos y su forma de vida o que sencillamente no aceptara los principios liberales. Así el Carlismo (en el norte de España) y el Anarquismo (en Levante y Andalucía) se convirtieron en corrientes de pensamiento y acción apreciadas en el mundo rural.

La disolución del régimen señorial y las desamortizaciones no alteraron sustancialmente la estructura de la propiedad de la tierra, caracterizada por su concentración en pocas manos, dando lugar a la formación de un amplio grupo de campesinos sin tierra o con pequeñas parcelas que, al no tener la salida de la industria, permanecieron en el campo como jornaleros en unas condiciones de vida muy duras y con unos salarios muy bajos y cuya principal aspiración fue el acceso a la propiedad de la tierra.

Pero las transformaciones que progresivamente iban alcanzando la producción agraria obligaron a una lenta pero imparable migración del campo a la ciudad para la búsqueda de nuevas oportunidades laborales y sociales que la guerra y las expropiaciones por las desamortizaciones les negaban. A partir de los años 40 los barrios periféricos crecieron amontonándose en ello los campesinos en paro con sus familias a la búsqueda de un empleo en la incipiente industria.

La situación de estos barrios era terrible: consistentes en barracas y chabolas construidas precipitadamente, sin servicios sanitarios, de alumbrado ni limpieza, sin empedrar, etc…; eran foco seguro de enfermedades infecciosas de todo tipo entre las que la tuberculosis y el cólera destacaron por sus efectos catastróficos.

La pervivencia del mundo artesano continuó siendo muy importante y en gran parte de España realizaban la mayoría de los productos manufacturados. Este grupo social protagonizó acciones de protesta como reacción a la mecanización de la producción.

Las nuevas fábricas utilizaban mano de obra asalariada (el proletariado). El crecimiento del proletariado fue paralelo al proceso de industrialización. Las jornadas laborales eran de 12 a 14 horas en establecimientos oscuros y mal ventilados, los salarios eran muy bajos, especialmente los de mujeres y niños y los trabajadores estaban sometidos a una férrea disciplina. A las duras condiciones laborales, se sumaban unas deficientes condiciones de vida: los salarios apenas daban para comer, las casas eran pequeñas y estaban ubicadas en barrios hacinados y degradados que carecían de servicios de alumbrado y de cloacas. En este ambiente surgirá el movimiento obrero.

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